La modernidad trajo consigo un conjunto de postulados que cambiarían la historia de la humanidad occidental. La autoridad divina de la Iglesia y la religión serían reemplazados por el dominio de la razón: el conocimiento científico distinguiría lo verdadero de lo falso, lo real de lo supersticioso.
El proceso histórico de imposición de la razón y la ciencia como saberes privilegiados, implicó el silenciamiento y censura de otros tipos de conocimiento, los cuales ya desde la quema de brujas y la evangelización de los territorios, se encontraban en lucha por sobrevivir(1). Las nuevas estructuras de legitimidad se sostenían sobre el método científico construido por la corriente positivista: la comprobación de teorías universales a través de la experiencia, es decir la necesidad de ver para creer. Siendo un modelo global, la nueva racionalidad científica es también un modelo totalitario, en la medida que niega el carácter racional a todas las formas de conocimiento que no se pautaran por sus principios epistemológicos y sus reglas metodológicas(2).
Los avances científicos, paradójicamente, llegaron gradualmente a la misma conclusión en las ciencias sociales, y en las ciencias naturales: ningún conocimiento es objetivo ni autónomo de quién lo conoce.
Resulta ser que el método científico, a pesar de su minuciosa búsqueda por la objetividad, estaría siempre atravesado por el posicionamiento de quién lo ejecute, y por un recorte contingente de la realidad a través de la cual intenta generar conclusiones universales. Las estructuras mentales, culturales e históricas de quien investiga, sus intereses y objetivos, conscientes e inconscientes, siempre permearán el resultado del trabajo.
Más allá de esta caracterización histórica y social del sujeto que intenta adquirir un conocimiento, existen cada vez más estudios, teorías y saberes que intentan concientizar sobre el hecho de que lo que sensorialmente percibimos y la realidad que nos rodea son en verdad una proyección de nuestra interpretación. Por ejemplo, Heisenborg y Bohr demuestran que no es posible observar o medir un objeto sin interferir en él, sin alterarlo, y a tal punto que el objeto que sale de un proceso de medición no es el mismo que entró en ella. (…) La idea de que no conocemos de lo real sino lo que en él introducimos, osea que no conocemos lo real, si no nuestra intervención en él, está bien expresada en el principio de incertidumbre de Heisenberg: No se pueden deducir simultáneamente los errores de la medición de la velocidad y de la posición de las partículas; lo que fuera hecho para reducir el error de una de las mediciones aumenta el error de la otra(3). Por otro lado, cuando observamos las unidades que componen el mundo material y llegamos a estudiar los átomos, descubrimos que los mismos están constituidos en un 99,9999999 % de vacío. Si la materia está constituida mayoritariamente por vacío, lo que nuestros sentidos perciben está más vinculado a reacciones neuronales que proyectan imágenes en nuestro cerebro en sensaciones como la vista, que a una realidad externa, autónoma, inalterable(4). Si nuestro cerebro es aquél que va configurando la realidad a medida que experimenta y la materia está compuesta mayormente por vacío, ¿cómo influyen los condicionantes histórico-culturales que permean las mentes de las personas, las cuales enviarán señales a estos cerebros y redes neuronales, las cuales generarán hormonas de estrés o amor?
La pregunta por los mecanismos de funcionamiento del mundo no material y la manera en que nos influyen se vincula con el desconocimiento de verdades fundamentales que el método científico y la razón nunca pudieron resolver. ¿Qué fuerza impulsa el funcionamiento del corazón? ¿Cómo logran chamanes de distintas tribus ancestrales sanar lo que la medicina occidental no podría? ¿Qué sucede con la consciencia antes y después de la muerte? ¿Qué son los sueños?
Estas preguntas no siempre fueron inciertas o marginadas como lo son en la actualidad en nuestras culturas occidentales, producto de la imposición de las creencias religiosas católicas y luego de la fe en la ciencia moderna. Estas preguntas se relacionan con saberes sometidos: contenidos históricos que fueron sepultados y saberes descalificados como no conceptuales o como insuficientemente elaborados. Saberes ingenuos, jerárquicamente inferiores. Saberes enterrados de la erudición y saberes descalificados por la jerarquía de los conocimientos y las ciencias(5).
Actualmente, la inversión del postulado en creer para ver pareciera permitirnos acercarnos a herramientas -nuevas y ancestrales también- para comprender nuestra realidad y lograr una vida sana y justa. ¿Hasta qué punto lo que creemos configura nuestra realidad? ¿qué sucede cuando permitimos hacer espacio en nuestra mente para sanar los dolores y cuestionar los dogmas? ¿Cómo intervenimos en nuestros sistemas nerviosos y todo aquello que desconocemos por no ser físico-materiales, y cómo pueden éstos beneficiarnos o perjudicarnos?
Desde diversas disciplinas, como por ejemplo la medicina y la nutrición, estos saberes están abriendo nuevas posibilidades de reflexión. Aprendemos a analizar los efectos de las hormonas y el estrés, el propio y el de aquellos animales que consumimos, explotados a modo de mercancía.
No es necesario negar el desarrollo tecnológico y el conocimiento que nos posibilitó la ciencia moderna ni su valor -que lo tiene-, sin embargo, pareciera que es momento de ampliar las posibilidades hacia un terreno en que el método empírico y la experimentación a través de los sentidos ya no pueden conducirnos. La cuestión es la siguiente: en primer lugar, distinguir cuáles son los conocimientos científicos que nos proveen progreso técnico y tecnológico y cuáles se han desarrollado por la propulsión de intereses corporativos y capitalistas de maneras que no son beneficiosas. En segundo lugar, dilucidar las estructuras de poder que estos conocimientos científicos establecen, al deslegitimar y descalificar otros saberes tan válidos como los que éstos nos aportan.
Quizás el proceso de trascender al empirismo deba implicar un cambio cultural que nos corra del lugar de dominio, es decir, emprender una búsqueda colectiva por el conocimiento que al mismo tiempo acepte soltar el control, en tanto ya no pueda obtener certidumbres universales, exactas y absolutas. La seguridad que nos provee la comprobación experimental nos vuelve inseguros ante la posibilidad de acceder a nuevos planos de conciencia, nos convertimos en esclavos de la necesidad de la certeza, el miedo a la incertidumbre.
Hay dos posibilidades: o el universo es una gigantesca casualidad, una masa de combinaciones químicas, de dispersiones, contracciones y aleaciones determinadas por el mero azar, o −lo que sería más piadoso− existe una razón oculta, una finalidad última ante la cual cobran sentido las cosas que suceden y también nuestras vidas. (…) los espíritus científicos sospechan la primera de las posibilidades. Los espíritus sensibles, sin embargo, prefieren apostar su vida a la segunda. Pero para ello hay que abrir la puerta a lo sacro, al misterio, o a lo simplemente olvidado(6).
1.Federici, S. (2015). El Calibán y la Bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Buenos Aires: Tinta Limón.
2.De Sousa Santos, B. (2009). Una epistemología del sur. México: Siglo XXI, CLACSO.
3.Ob. cit.
4.García, A. D. (2020). El Biosoftware. Rosario.
5.Foucault, M. (2000). Defender la Sociedad. Curso en el College France (1975−1976). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
6.Maicas, N. (1999). Prólogo. En Kusch, R. América Profunda. Buenos Aires: Biblios.