[Artículo escrito para el proyecto de prensa digital feminista, Revista Akelarre]
Hannah Arendt es una autora alemana nacida en una familia judía en 1906. Se dedicó a la teoría política como profesión, y escribió significantes obras como Los Orígenes del Totalitarismo (1951), La condición humana (1958) y Eichman en Jerusalén (1963).
En 1933, luego del ascenso de los nazis al poder, fue arrestada en Berlín por trabajar recopilando información sobre “la propaganda del horror” (comentarios antisemitas) en revistas especializadas y asociaciones profesionales. Luego de escaparse y cruzar ilegalmente la frontera del país, se radicó en París donde trabajó para Jugend-Aliyah, una organización que trasladaba adolescentes y niños judíos de Alemania hacia asentamientos Kibuzzim en Palestina. En 1940, se trasladó a los Estados Unidos de América, primero a Nueva York, y luego a Chicago, donde se desempeñó como profesora de Teoría Política.
En una entrevista realizada por Günter Gauss en 1964, se le pregunta si es de su interés el efecto e impacto que sus libros puedan llegar a generar una vez analizados. Arendt explica que nunca le interesó el reconocimiento que pudiera obtener a través de sus textos, si no que sus escritos le servían para poder llegar al verstehen, al entendimiento. Le comenta al entrevistador que su pregunta es “masculina”, ya que los hombres desean intensamente el reconocimiento y la influencia. Yo lo veo desde afuera. ¿Influir yo? No. Quiero entender. Y si otras personas entienden en el mismo sentido que yo he entendido, eso me da una satisfacción, como un sentimiento de hogar [1].
Hannah Arendt delimita conceptualmente categorías de la teoría política que nos permiten repensar el poder y la violencia como elementos diferenciados e incluso opuestos: donde uno domina absolutamente, falta el otro.
¿Qué implica que el poder exista con una esencia intrínseca propia, diferenciada de la violencia y la dominación? La autora discute con teorías que definen al poder como la imposición de uno mismo sobre los demás al convertirlos en instrumentos para lograr la voluntad propia, como la capacidad de mandar y ser obedecido, de hacer que otros actúen como lo deseo. ¿Realmente el poder deviene del mando, del dominio?
La violencia, nos dice la autora, se dirige por su carácter instrumental. Genera instrumentos y artefactos que aumentan y multiplican la potencia humana para lograr la dominación de los otros. La violencia puede destruir el poder pero no puede nunca generarlo ni reemplazarlo. “A mayor violencia menos poder, a mayor poder menos violencia”. [2] Las rebeliones populares que se desenvuelven de forma pacífica son de las más efectivas ya que no se les puede hacer frente con la lucha de la que resulta la victoria o la derrota, si no que la única salida es la matanza masiva, en la que el vencedor también pierde porque nadie puede gobernar sobre muertos. Para la autora, el caso de Vietnam es un ejemplo de cómo una enorme superioridad en los medios de violencia puede fracasar ante un oponente unido y bien organizado, es decir, más poderoso.
El poder está vinculado al número y su único elemento indispensable es el vivir unido del pueblo. Se corresponde con la capacidad humana de actuar, la cual no tiene una finalidad, no es un medio para algo más sino que es un fin en sí misma.
La acción se caracteriza por la creación, por el comienzo, por poner algo en movimiento. Esto implica que por medio de la acción es posible dar lugar a lo inesperado, lo improbable, al milagro, aquello que se opone a las leyes estadísticas y la probabilidad, que son certezas en la vida cotidiana. Puede generar algo que no haya ocurrido nunca antes y que no se hubiera dado sin la intervención de la humanidad. Sólo puede juzgarse por la grandeza que implica abrirse paso entre lo comúnmente aceptado y poder alcanzar lo extraordinario sin importar su victoria o derrota, sus mejores o peores consecuencias.
No es posible la existencia de la acción en aislamiento, y sólo es posible realizarla en contigüidad humana, es lo que surge entre las personas cuando están juntas. Por esta razón el poder nunca es propiedad de un individuo, existe en el encuentro y el actuar concertadamente y desaparece con la dispersión. Aquél que se aísla y no participa en el estar unidos pierde el poder y queda impotente más allá de cuán válidas sean sus razones. Si el poder fuera más que la potencialidad de estar juntos, si pudiera poseerse como la fuerza, o aplicarse como ésta en vez de depender del acuerdo temporal y no digno de confianza de muchas voluntades e intenciones, la omnipotencia sería una concreta posibilidad humana.[3]
Siguiendo esta línea de pensamiento, la autora sostiene que la acción sólo puede realizarse en la pluralidad y la red de relaciones. Nunca se desarrolla en un círculo cerrado, razón por la cual es ilimitada, se convierte en una cadena de reacciones. Este es un proceso del cual se desprenden necesariamente tres frustraciones: primero, el proceso que inicia es irrevocable, segundo, no es posible saber cuál será su resultado final dado que nunca tiene n y tercero, su carácter es anónimo, ya que se desenvuelve en la interrelación de infinitud de personas, por lo que no hay un único autor.
La autora nos habilita la posibilidad de pensar lo poderoso del encuentro entre las personas, en tanto puedan desde la confianza, dar lugar a procesos creativos en los que el milagro es probable, ya que lo inesperado puede surgir como creación humana.
Pensar el estar juntos como la fuente creadora del poder, evidenciar que ninguna persona específica ni instrumento de violencia puede habilitar procesos como sí el actuar concertadamente ¿no es esta una visión que nos permite pensar nuevos paradigmas, crear nuevas oportunidades para la humanidad?
La fragilidad de los asuntos humanos, vinculados a las frustraciones que resultan de la acción, sólo pueden resolverse en tanto se mantengan en esta esfera: por medio del perdón que deshace los actos del pasado y nos libera de la concatenación de re-acciones que los perpetúan. Esto quiere decir que tenemos como creadores una responsabilidad: la de utilizar nuestro potencial en el marco de las relaciones humanas. Cuando este potencial se vuelca hacia otros ámbitos como la técnica y la intervención de la naturaleza, ésta fragilidad no es posible de resolver. La irreversibilidad y la incapacidad de predecir las consecuencias de la intervención en estos aspectos nos ha llevado al desastre de la destrucción, no sólo de la humanidad sino de la naturaleza que nos rodea, ante la cual el perdón no es suficiente. El aislamiento que surge en el trabajar y consumir ha generado una indiferencia ante lo que sucede con el mundo, una lamentable pérdida del mundo.
¿Será que comenzaremos a reparar nuestro mundo al participar y reaprender lo comunitario? Quizás lograremos recuperar la visión de nuestro alrededor y nuestro poder si apostamos por la acción en conjunto más que por la dominación, la violencia y la instrumentalidad.
El poder sólo es realidad donde acto y palabra no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades.[4]
[1] Arendt, H. (1964). Entrevista con Gunter Gauss. Zur Person. Alemania.
[2] Arendt, H. (2005). Sobre la violencia. Madrid: Alianza Editorial.
[3] Arendt, H. (2003) La Condición Humana. Buenos Aires: Paídós.
[4] Ob. cit.