[Artículo escrito para el proyecto de prensa digital feminista, Revista Akelarre]
Pareciera que hay algo fundamental de lo que nos hemos desvinculado de alguna manera: esto es, la fragilidad de la existencia que es la fragilidad y vulnerabilidad propia. Esto incluye inconscientes construcciones simbólicas sobre la vida y la muerte que nos posicionan de determinada manera respecto de la naturaleza…
Existimos en una vorágine que nos dificulta reflexionar sobre la existencia misma, determinados pensamientos son caracterizados como improductivos y el consumo y las finanzas son lo que determinan la productividad. A la muerte la construimos como tabú, la negamos como si no fuese siempre una realidad inalterable. A los nacimientos los medicalizamos, los instrumentamos, los romantizamos. Los envenenamos en la agricultura y los industrializamos con la ganadería.
Honrar la vida y honrar la muerte podría parecer una cuestión privada, subjetiva, íntima. Pero, ¿qué sistemas societarios se construyen a partir de las sutiles pero fundacionales concepciones sobre la vida y la muerte? Pareciera que la figura subyacente a las estructuras sociales en que nos desenvolvemos es la del Hombre omnipotente: domina la naturaleza negando la vida y se posiciona como superior negando la muerte.
Para cuestionar este paradigma, asumirnos como vida implica que no existe tal posibilidad de dominar aquello de lo que en realidad formamos parte, aquello que nos alimenta, nos oxigena, nos degrada. La verdad es que dependemos de la naturaleza y no podemos existir a largo plazo desequilibrando los órdenes y ciclos de la biodiversidad. Asumirnos vida implica respetarla en todas sus formas con la humildad de considerarnos iguales a otras manifestaciones de la vida, ante lo que debieran suspenderse explotaciones tanto de personas como de animales en la industria, incluso la contaminación y deterioro de la tierra. Quizás recordando que también somos mortales podríamos reconectarnos con la fragilidad de la vida para quitarnos del lugar de dominación y superioridad que ha sido construido por el sistema patriarcal.
Sabemos que con los niveles y formas de consumo y producción actual, el sistema eventualmente colapsará. Sea por cuestiones energéticas, forestales, climáticas o del agua, si seguimos a este ritmo, la destrucción de la civilización humana como la conocemos es inevitable. Se podría pensar que ese hipotético momento apocalíptico está ya empezando a manifestarse de diferentes maneras y en todo el globo con fenómenos como inundaciones, cambios de temperatura, napas contaminadas, incendios forestales masivos, pandemias. Sea de manera crítica o no, vivimos en negación de la muerte- la que sustenta nuestro consumo- y la negación de la vida- sus ciclos y limitaciones. Nos desenvolvemos sobre un trasfondo progresivamente violento, desigual y desequilibrado. Aumentan las cantidades de veneno, medicación, producción, consumo, desigualdad, precarización. Incluso cuando existe conciencia de la destrucción inminente, la hemos asumido internamente con una gran dificultad de percibir y construir alternativas posibles en acciones concretas. Porque de hecho, no hay tal alternativa en términos meramente individuales, sin remitir a lo colectivo, estructural.
Descubrimos a partir de las manifestaciones de los desequilibrios que estamos generando en los ciclos de la naturaleza, como el COVID-19, que no hay salida individual, que no existe autonomía real en nuestras sociedades contemporáneas, urbanizadas, concentradas y absolutamente dependientes en su abastecimiento para la supervivencia: comida, energía, agua.
Nuestro nivel de desconexión con la producción y distribución de lo que consumimos hace que parezca que cuasi naturalmente podemos alimentarnos por mecanismos industriales o monetarios, olvidando el hecho de que todo proviene y provendrá inicialmente de la misma tierra que no logramos cuidar y respetar. Lo paradójico es que esta desconexión está sustentada por una profunda interconexión que funciona como una gran maquinaria, cada día y a cada momento, de sectores, regiones, recursos que se eslabonan los unos a los otros para que cada persona viva – su aparente- autonomía y libertad individual. Los procesos naturales que se desenvuelven a partir de las actividades contaminantes humanas, desestabilizan estructuras del sistema económico capitalista: satisfacer la necesidad de acumulación se torna más complejo en un marco de incertidumbre ambiental.
Los desafíos implican acciones que deben ser rápidas y decisiones trascendentales que provocan impactos globales y totales. Los cambios se dieron más rápido de lo que es posible asimilar: de la figura del ciudadano formal e igualitario en lo jurídico, la realidad nos traslada a la realidad biológica escatológica atravesada por la desigualdad en las condiciones y la igualdad en la interdependencia.
Por otro lado, se evidencia el brutal abandono al que están sometidos aquellos sectores marginados de la cobertura formal. Una inmensa porción de la población sin trabajo estable, sin posibilidad de sustentar la comida, el alquiler, los servicios e impuestos, encuentra mayor vulnerabilidad frente a la pandemia, ante la cual tampoco tiene cobertura de salud. Incluso hay sectores de la sociedad que no tienen acceso al agua potable en tiempos de pandemia, mientras se difunden videos y memes sobre el lavado de manos en las pantallas.
Las profesiones de la salud y servicios básicos cuentan con la obligación -casi hasta moral y legal- de ocupar los lugares de trabajo poniendo en riesgo su salud, para contener la expansión del virus y evitar el desabastecimiento.
Mientras tanto, crece una sensación de totalización del mundo; más allá de las medidas nacionales, de las diferencias económicas, o las diferencias sociales, de repente todos y todas somos mundo-pandemia. Todos y todas estamos en riesgo, por primera vez, frente a un fenómeno global difícil de delimitar según fronteras políticas. Paradójicamente frente a esta situación en que todas nuestras acciones implican un riesgo propio y para los otros, sólo podemos contribuir con aislamiento social.
Es una oportunidad para que cada quien pueda observar qué nos espeja esa indignación, respecto de lo que nosotros y nosotras mismas reproducimos y perpetuamos, sobre aquello que nuestros hábitos no están respetando, esas sutilezas internas que configuran, claro, una determinada estructuración del mundo. Si bien es cierto que no hay salida individual, la responsabilidad es compartida y el proceso de deconstrucción y sanación interna debiera ser un ritual que abone ese accionar político y colectivo.